Nunca me ha gustado demasiado esa
palabra - ‘normalidad’-, tal vez por la connotación de adocenamiento, de algo
‘clónico’, en esencia rutinaria. Es verdad que otra vertiente suena más alentadora, casi
balsámica, sobre todo cuando se ha vivido un tramo especialmente duro y se
desea, de forma prioritaria, vivir con tranquilidad, cierta seguridad, por ilusorio
que sea a veces el concepto.
De unos años a esta parte, por gusto
por el lenguaje y por circunstancias varias, cuando asisto al chorreante flujo de
noticias sobre abusos de poder e indignidades, a mentiras sin recato o corrupciones
con respuestas casi impávidas por parte de personas de lo más ‘normal’ en
apariencia, me planteo algunos usos de vocablos, y de qué manera.
Si atendemos a un significado cívico,
hay valores deseables para la ‘normalidad’ social como el respeto, la empatía o
generosidad con los demás, desde la supuesta plataforma de tratar de estar
medianamente bien con uno mismo. Pero, claro, mientras tanto hay situaciones en
las que muchísimas personas no pueden esgrimir voces ni legítimas defensas
entre las junglas de asfalto donde competir unos con otros, no mostrar ‘debilidades’
e ‘ir tirando’ en ese caldo de cultivo donde apenas se repara en la empatía hacia
lo ajeno. Lo ‘distinto’, en un sentido
despectivo, se sitúa casi siempre en circunstancias de pobreza o especial indefensión. Si además
se da un problema, algún trastorno de salud mental, la vulnerabilidad está
servida doblemente. Mientras tanto, algunas líneas estrategas de profesionales
– por suerte, hay legión que no- con poder de difusión tienen un ‘cajón de
sastre’ fácil en donde abocar las
cosas que no pueden entenderse, porque huelen a crueldad o a lo sencillamente
inexplicable.